Ecología con Compasión

Difícilmente se puede discutir el hecho de que —haciendo a un lado los desastres naturales u otras fuerzas que están fuera de nuestro control—, cuando las relaciones humanas son buenas, la vida es buena, y los seres humanos tenemos toda clase de relaciones importantes. Entre las más obvias se encuentran las familiares, las laborales y las amistosas, así como entre vecinos, comunidades y naciones, pero quizá la relación más importante cuando se trata de asegurar que la vida sea buena, o que siquiera sea posible, es la interacción crucial que ocurre entre las personas y la tierra que habitan. Cuando esta relación se ve afectada, la sostenibilidad de toda la vida sobre la tierra padece las consecuencias. Por otro lado, cuando mantenemos una buena relación con la tierra, la vida tiene la mejor oportunidad de prosperar.

Por desgracia, el historial humano respecto a sus otras relaciones no augura nada bueno para el planeta. Sólo basta con leer los periódicos del mundo, sentarnos en los juzgados o recorrer los campos de batalla para comprender cómo nuestra relación física igualmente esencial con la tierra puede ser tan poco valorada.

¿Por qué tenemos tantos problemas con las relaciones y qué se necesitaría para revertir esa tendencia? El galardonado escritor Marc Ian Barasch analiza esta cuestión en su libro The Compassionate Life: Walking the Path of Kindness [Vida con Compasión: Siguiendo el Camino de la Bondad], publicado en 2009. «En un día normal, unos 50 conflictos enloquecen al planeta», escribió Barasch. «Las diferencias entre bandos —dogmas religiosos, orígenes étnicos— son a menudo tan trágicamente triviales que sólo afirman la afinidad de los combatientes».

Esa afinidad podría describirse con términos como arrogancia, codicia, envidia, venganza, desconfianza, prejuicio y crueldad, todos los cuales pueden clasificarse bajo un título que los abarca todos: el interés personal.

Pero Barasch señala que el interés personal no siempre se puede definir tan limitadamente en términos negativos. Después de todo, cosechamos abundantes beneficios que sirven a nuestros propios intereses cuando servimos con compasión a las necesidades de los demás.

«Compasión no significa simplemente abrir una llave y cubrir todo con una melosidad multiusos», comenta Barasch. «Se requiere tener la corazonada de que lo que sea que hagamos a los demás, nos lo hacemos a nosotros mismos. Se necesita apreciar no sólo lo que nos conforta, sino también lo que nos hiere. (El término compasión proviene del latín cum patior, “sufrir con”, mientras que el término apatía —que literalmente significa “no sufrir”— connota un corazón aletargado)».

Aunque con ese comentario Barasch no se refiere específicamente a las cuestiones ambientales, su epílogo explica cómo el haber escrito el libro le inspiró a realizar su propia conexión con la «compasión ecologista», y es evidente que no necesitó dar un gran salto para hacerlo. El mismo lenguaje que usamos para describir los conflictos interpersonales e internacionales puede trasladarse fácilmente al conflicto de la humanidad con la tierra. Ciertamente, lo que le hacemos a la tierra nos lo hacemos a nosotros mismos; y lo que hiere a la tierra, nos hiere a nosotros; y si ella sufre, nosotros sufrimos también. Aun así, hablamos con arrogancia de «conquistar» junglas, montañas e incluso el espacio, como si nuestro entorno fuera un peligroso enemigo y no un compañero necesario para sobrevivir. Quizá nos aferramos a la prácticamente inconciente creencia de que un ataque violento a la tierra está justificado con el antiguo mandamiento de «someterla», pero, por supuesto, una parcela de tierra convertida en un jardín bien conservado y cariñosamente cuidado también puede describirse como algo que ha sido sometido, y es más fácil obtener ese fruto sin una conquista brutal.

Nos preguntamos si, como sucede con nuestras relaciones familiares y con otras personas, la manera en que elegimos interpretar nuestro papel en relación con el ambiente tiene que ver principalmente con el ego. Después de todo, la manera en que tratamos a los demás dice mucho de quiénes somos. Como un bravucón en un parque, podemos engañarnos a nosotros mismos con la creencia de que estamos provocando un impacto respetable, cuando en realidad sólo estamos fanfarroneando.

«Sólo si hacemos a un lado el ego podremos levantar la cortina y echar un vistazo a la realidad», comentó Barasch acerca de la compasión en las relaciones humanas. «Se dice que la frase, hay más bendición en el dar que en el recibir, no es una panacea moral, sino una receta para alcanzar la auténtica felicidad».

No cabe duda de que es poco probable que la alegría sea la sensación primordial cuando el interés propio hace que la envidia nos corroa, ya sea a causa del territorio de alguien más, o por sus logros o recursos. En la lucha por pisotear a quienes consideramos rivales en la lucha por el título de «el más fuerte», es demasiado fácil olvidar lo que Barasch denomina «una mejor supervivencia a través de la cooperación».

Ciertamente, no hay ninguna otra situación en la que la cooperación mejore la supervivencia que en nuestra relación con nuestro entorno. En un combate a muerte entre los seres humanos y la tierra, sólo hay dos posibles resultados… y en ninguno somos nosotros los vencedores: la tierra gana o nadie gana. Así las cosas, la cooperación es nuestra única opción.

El cambio radica en que, para mantener una buena relación con el medio ambiente, necesitamos mantener una buena relación entre nosotros. La tierra no reconoce las fronteras artificiales que los seres humanos trazamos entre las naciones: los contaminantes viajan por el mundo sin necesidad de pasaporte o visa; sin embrago, las fronteras artificiales a veces separan a las naciones cuyas heridas históricas perpetúan un odio mutuo que tiene cientos o incluso miles de años de antigüedad. No es difícil imaginar que el fomentar la clase de cooperación que podría resolver problemas ambientales regionales representa un enorme desafío para estas áreas.

Desafortunadamente, «el planeta entero está conectado a enormes cartuchos de dinamita como en una antigua caricatura de la Warner Brothers», señala Barasch. Él lo llama «el paquete de explosivos, de angustia no saciada, con una mecha en espera del fósforo de odio correcto que sólo la bondad puede apagar».

No obstante, en la mayoría de los conflictos, los fósforos de odio prevalecen mucho más que cualquier respiro de bondad y están protegidos por los casi impenetrables escudos de identidad e ideología.

Usando como ejemplo la importancia de Jerusalén como el punto candente en el conflicto entre Israel y Palestina, David Hulme, especialista en Medio Oriente, comentó en su libro publicado en 2006, Identity, Ideology and the Future of Jerusalem [Identidad, Ideología y el Futuro de Jerusalén], que «si la identidad y la ideología pudieran modificarse a nivel nacional, comenzando por los líderes de ambos lados del conflicto, podría haber una esperanza realista de cambio, pero eso supone un reto».

El estudio de Hulme establece la abrumante dimensión de este reto al examinar la profundidad y amplitud del marco ideológico en ambos bandos. Concluye de manera lógica diciendo que «aunque la manipulación política es ciertamente posible dentro de la dinámica de identidad, [...] es seguramente uno de los eslabones más débiles en el proceso de cualquier cambio potencial de identidad. La clase de modificación de identidad significativa que se necesita en el caso de Jerusalén sólo puede comenzar con la identidad individual y después continuar a un nivel colectivo».

Tanto Hulme como Barasch proponen ejemplos alentadores de quienes están haciendo un trabajo admirable a nivel individual para fomentar el cambio de identidad de la clase que podría reemplazar los «fósforos de odio» por compasión, pero es un proceso lento. Hulme señala que antes de que pueda ocurrir este cambio, cada lado debe cambiar la pregunta «¿Quién soy?» por «¿Quién debería ser?», pero no es una pregunta que nos guste hacernos, como observa Hulme, puesto que defendemos incondicional y ferozmente quiénes somos y en lo que nos hemos convertido.

Sin embargo, «en la actualidad, el mundo se entusiasma con la esperanza de un nuevo ascenso hacia una época más amable», insiste Barasch. «La necesidad de alejarse del cinismo y acercarnos a los demás nunca ha sido más evidente». No obstante, encontrar la claridad en las causas es la parte sencilla; lo que quizá no sea tan evidente es cómo motivar simultáneamente a miles de millones de individuos para producir el cambio de identidad individual que se requiere ―a ambos lados de cada frontera― para apagar todos los fósforos que amenazan una existencia armoniosa. No hay duda de que se necesitaría la clase de cambio que transforme nuestra visión de nosotros mismos de conquistadores a cuidadores, tanto de la tierra como de nosotros mismos.