Terrorismo: ¿Podemos culpar a la Religión?

A raíz de los recientes ataques terroristas la sociedad occidental ha saltado a una fácil y, al parecer, obvia conclusión. El buscar la erradicación del terrorismo significa descubrir los motivos de los terroristas. Muchos podrían opinar que no es una tarea difícil. Todos los autores de los ataques en Glasgow, Londres, Bali, Madrid, Nueva York y otros sitios han afirmado haberse inspirado en su religión. Osama bin Laden justificó los ataques al World Trade Center citando el Corán, mientras que Jim Walker de NoBeliefs.com se olvida de toda sutileza al declarar que «la fe da lugar al terrorismo». Muchos dicen que si la religión es la causa, entonces, seguramente el erradicar toda forma de creencia podría eliminar el terrorismo de nuestro mundo.

El investigador en neurociencia, Sam Harris, autor de Letter to a Christian Nation [Carta a una Nación Cristiana], está de acuerdo con esto. Sostiene que la religión propaga mitos que son peligrosos y que el mundo estaría mucho mejor sin ellos. En un ensayo titulado «Science Must Destroy Religion» [La Ciencia debe destruir la Religión] afirma que sólo cuando se haya erradicado la religión «tendremos la posibilidad de aliviar las fracturas más profundas y peligrosas de nuestro mundo». En otro sitio escribe que «la honestidad intelectual es mejor (más clara, más útil, menos peligrosa, más en contacto con la realidad, etc.) que el dogmatismo. El grado al que la ciencia está comprometida con la primera [la honestidad intelectual] y la religión con este último [el dogmatismo] sigue siendo una de las diferencias más notables y terribles que se encuentran en el discurso humano».

La nueva edición inglesa de Letter to a Christian Nation contiene una introducción del célebre evolucionista, Richard Dawkins, con quien Harris parece estar totalmente de acuerdo. Dawkins, hablando en un documental británico titulado The Trouble With Atheism [En Defensa del Ateísmo], declaró: «Creo que los delitos cometidos en nombre de la religión en realidad son la consecuencia de la fe religiosa. No creo que alguien pueda decir lo mismo del ateísmo».

Declaraciones como ésas prevalecen cada vez más como los intentos de la sociedad por explicar los problemas por los que atraviesa y que acosan nuestra era moderna. Las pruebas parecen conspirar en contra de la religión y, sin una revisión detallada, podría ser difícil discernir si las creencias religiosas tienen algún beneficio después de todo. Hace más de un siglo Charles Darwin, Friedrich Nietzsche y Sigmund Freud propusieron una cosmovisión secular, entonces ¿qué necesidad tenemos de la religión? Harris, Dawkins y muchos otros sugieren que la religión es un remanente antiguo y peligroso que una sociedad madura haría bien en erradicar. Se dice que el secularismo ofrece todas las explicaciones que la religión alguna vez dio, sin ningún rastro de odio y violencia irracional. Es la fuerza social objetiva y en calma que la religión destructiva nunca podrá ser.

Sin embargo, lo que tanto Harris como Dawkins parecen pasar por alto es que la religión nunca ha sido el único instigador de la violencia. Ávidos seguidores y enemigos de la religión por igual han actuado a través de la historia de maneras similarmente destructivas. Las personas de ambas creencias han actuado en ocasiones de la misma manera inflexible y déspota que muchos atribuyen solamente a la religión. Por cada Inquisición Española —dos y medio siglos de terrible limpieza étnica— existe un Sir Francis Galton, el medio-primo y seguidor de Charles Darwin que recomendó eliminar de la sociedad a los más débiles a través de la eugenesia. Es fácil ver la influencia que tenía la teoría de Sir Francis en su admirador declarado, Adolfo Hitler.

«El terrorismo se practicó durante el siglo pasado a una escala inigualable a la de cualquier otra época de la historia, pero a diferencia del terrorismo que es el más temido actualmente, gran parte de él se hizo al servicio de esperanzas seculares».

John Gray, Black Mass: Apocalyptic Religion and the Death of Utopia

Incluso una revisión rápida de las sociedades seculares deja al descubierto algunas acciones excesivamente brutales y repulsivas, todas ellas perpetradas por gente que rechazaba de manera pública la fe religiosa. De acuerdo con el filósofo político, John Gray, «el terrorismo se practicó durante el siglo pasado a una escala inigualable... [y] gran parte de ella fue al servicio de esperanzas seculares» (Black Mass, 2007).

La Unión Soviética fue una sociedad declaradamente secular. Bajo el mando de Joseph Stalin se cometieron indecibles crueldades y asesinatos. La magnitud de la brutalidad de Stalin, el Gran Terror de 1937-1938, abarcó 18 meses en los que cientos de miles de personas encontraron su muerte con el pelotón de fusilamiento. Muchos otros miles murieron a causa del hambre, las condiciones inhumanas y el salvajismo puro. La vida en el mundo del trabajo forzado de los Gulag fue registrada sólo por unos cuantos (Aleksandr Solzhenitsyn y Varlam Shalamov, entre otros), quienes se enfrentaron a la censura soviética al publicar sus experiencias.

Solzhenitsyn rescribió la historia de Anna Skripnikova, a quien en la víspera de su quinto encarcelamiento en 1952 se le dijo: «El médico de la prisión nos informa que tu presión es de 240/120... La vamos a subir a 340 para que estires la pata, víbora, y sin moretones ni marcas; sin palizas ni huesos rotos. Sólo que no te dejaremos dormir».

Anna estaba en sus cincuentas en esa época y había padecido una vida de encarcelamiento por acusaciones falsas. Y la suya fue sólo una de millones de historias similares. Sin embargo, el aspecto verdaderamente aterrador del terrorismo soviético es que no hay forma de evaluar con precisión la magnitud de esta crueldad, ya que los oficiales soviéticos fueron obligados a destruir (o a no crear) los registros del sufrimiento.

A finales del siglo XVII Francia provee un ejemplo más que es especialmente importante, debido a que la Revolución Francesa fue una poderosa inspiración para los bolcheviques. De hecho, Lenin visualizó tanto a la Revolución como a los revolucionarios como modelos para la disciplina de su nueva sociedad bolchevique. Aprendió lecciones de «los jacobinos, quienes fueron derrotados debido a que no guillotinaron a suficientes personas; y... la Comuna de París, que fue derrotada porque sus líderes no le dispararon a suficientes personas» (Aleksandr Nekrich y Mikhail Heller, Utopia in Power, 1982, 1986). Muchos tomaron la revuelta francesa en contra de la aristocracia como un símbolo de la aceptación del mundo moderno del progreso y la libertad secular. En efecto, el eslogan del movimiento —Liberté, égalité, fraternité, ou la mort! (¡Libertad, igualdad, fraternidad o la muerte!)— mantiene su fuerza tanto en Francia como alrededor del mundo occidental. No obstante, lo que muchos olvidan son las atrocidades que se cometieron en nombre de estos ideales seculares.

Los jacobinos son ejemplos notorios de déspotas seculares maliciosos. En aras de una Francia descristianizada, algunos de sus líderes, incluyendo a Jacques Hébert, Pierre Gaspard Chaumette y Joseph Fouché, defendieron La Culte de la Raison [El Culto de la Razón], el seguimiento incondicional a la razón atea. Ellos se decidieron a forjar este «culto» en su fracturada nación, pero su entusiasmo los llevó al asesinato de miles de hombres y mujeres en lo que el historiador, Christopher Hibbert, denomina «los peores excesos» de la Revolución. Durante el Reinado del Terror de 1793, Fouché —«uno de los jacobinos más temidos»— finalmente «decidió que la guillotina era un instrumento demasiado lento para sus propósitos y mandó acribillar a más de trescientas de sus víctimas a cañonazos» (The Days of the French Revolution [Los Días de la Revolución Francesa], 1980, 1999).

Y existen ejemplos más recientes. De acuerdo con Gray, Saddam Hussein dirigió una nación iraquí que «fue completamente secular, [regida] por un código jurídico al estilo occidental», pero eso no evitó la inenarrable opresión y brutalidad. El grupo de defensa de los derechos humanos, Human Rights Watch, calcula que el gobierno de Hussein «asesinó o ‘desapareció’ a alrededor de 250 mil iraquíes, si no es que más».

¿Esto significa que se debe culpar al ateísmo o al secularismo por dicha masacre? Sería difícil argumentarlo. Ello simplemente muestra que en estos casos la religión no es la causa de la violencia y el terrorismo. Tampoco la ausencia de religión significó la ausencia de violencia: el terrorismo jacobino y las purgas de Stalin lo demuestran bastante. Por otro lado, la Inquisición Española y el terrorismo islámico muestran que el ateísmo tampoco es la única causa. De hecho, muchas personas religiosas son ampliamente pacíficas, como lo son muchas personas seculares. Atribuir el deseo de violencia a cualquiera de las dos es claramente irrazonable. En lugar de eso debemos indagar a mayor profundidad.

Lo que tienen en común todos estos incidentes de violencia es un deseo abrumador y ofuscado de imponer las creencias de alguien sobre las de los demás. Stalin y Hussein aspiraban a un poder desenfrenado; los jacobinos, como el al-Qaeda en la actualidad, esperaban convertir al mundo a su propia cosmovisión. Incluso tomos recientes de Dawkins y Harris caen dentro de esta tradición que pertenece a un género de libros que se encuentra entre los más ideológicamente violentos del mundo editorial moderno. Este deseo de opresión de una manera agresiva no es raro; es evidente desde el campo del régimen tirano.

De habérsele preguntado, Nietzsche habría culpado de la guerra y la violencia a nuestra naturaleza humana conflictiva. En su obra, Así Hablaba Zaratustra, escribió: «El cuerpo es una gran inteligencia, una multiplicidad con un sentido, una guerra y una paz» (énfasis añadido). Como comenta el científico y teólogo, Alister McGrath, Nietzsche mostró que «parece haber algo acerca de la naturaleza humana que provoca que nuestros sistemas de creencias sean capaces de inspirar tanto grandes actos de bondad como grandes actos de perversión» (Dawkins God: Genes, Memes, and the Meaning of Life, 2005). Estas palabras evocan el simbolismo de los dos árboles del bíblico Jardín del Edén. Adán y Eva prefirieron comer del árbol que representa el conocimiento del bien y el mal, un acto que dio lugar a la anomalía de la que habló Nietzsche.

La causa del terrorismo y la violencia yace en algún lugar de nuestra naturaleza interior. El apóstol Santiago explicó esto en su epístola, la primera de las cartas apostólicas: «¿Saben por qué hay guerras y pleitos entre ustedes? ¡Pues porque no saben dominar su egoísmo y su maldad! Son tan envidiosos que quisieran tenerlo todo, y cuando no lo pueden conseguir, son capaces hasta de pelear, matar y promover la guerra… » (Santiago 4:1–2, Biblia en Lenguaje Sencillo).

En efecto, culpar a la religión del terrorismo y la violencia, como muchos actualmente desean hacer, es una visión peligrosamente estrecha y elude la responsabilidad del mundo. Lo que muchos olvidan es que la religión, como la conocemos la mayoría de nosotros, es una estructura formada por el hombre, muy alejada de los principios y valores que Dios originalmente pretendió para la humanidad. Bajo esta perspectiva, la religión y el ateísmo son ambos diseños humanos y, por lo tanto, son muy similares en sus características. Que ambas actúen de formas agresivas y crueles no es una sorpresa, puesto que surgen de la misma fuente: la religión, el ateísmo y el terrorismo son producto de la naturaleza fundamental y en ocasiones violenta de la humanidad.