Hiroshima

«Ahí viene un B-29», observó el joven Fujimoto, señalando fuera de la ventana del salón de secundaria. Uno de sus compañeros de 13 años, Yoshitaka Kawamoto, comenzó a levantarse de su asiento para mirar, pero antes de que pudiera ponerse de pie quedó deslumbrado por lo que parecía un gigantesco relámpago y luego cayó entre los pupitres. Cuando volvió en sí, se percató del denso humo y polvo a su alrededor, pero el dolor y la ominosa penumbra oscurecieron la magnitud de lo sucedido.

A unos 16 km en las alturas, Paul Tibbets consideró la posibilidad de que su misión pusiera fin a la guerra contra Japón. El coronel de 29 años fue el piloto del avión B-29 Superfortress nombrado Enola Gay en honor a su madre. La devastación que él y sus compañeros aviadores observaron desde los aires quedaría grabada en su memoria por el resto de su vida. En donde una vez estuvo una ajetreada ciudad, ahora se alzaba una oscura y llameante humareda. Tibbets estaba convencido de que había sido la decisión correcta. «Mataremos a muchas personas» pensó, «pero también salvaremos muchas vidas; no tendremos que invadir».

El suceso que presenciaron estas dos personas en bandos opuestos de cierta manera definió al mundo moderno. El lanzamiento de una bomba atómica en Hiroshima el 6 de agosto de 1945, y en Nagasaki tres días después, empujó al mundo al umbral de una nueva era. Aunque la mayoría no lo entendió en esos momentos, la Era Nuclear comenzó esa mañana de verano. Un posterior estudio japonés señaló: «La experiencia de estas dos ciudades fue el primer capítulo de la posible aniquilación de la humanidad». Más que en sentido figurado, el mundo no volvió a ser el mismo desde ese día, ocurrido hace 60 años.

EL NACIMIENTO DE LA BOMBA

Fue mediante la inteligencia militar que en 1939 llegó hasta oídos de Estados Unidos y sus aliados la noticia de que la Alemania nazi estaba por completar un arma que utilizaba fisión nuclear. La idea de que semejante arma estuviera en manos de un poder militar bajo las órdenes de Hitler horrorizó a sus enemigos. En 1941, Estados Unidos comenzó los preparativos para reunir a los científicos, la tecnología y los materiales necesarios para participar en una carrera sin precedentes y obtener un arma nuclear. El Proyecto Manhattan, como se le conoció, fue un impetuoso esfuerzo por arruinar los planes del Führer de lograr la dominación armada mediante la energía nuclear.

Cuando el presidente de EE.UU. Franklin Roosevelt murió en abril de 1945, el director científico del Proyecto Manhattan, Robert Oppenheimer, se encontraba entre quienes estaban preocupados por detener el trabajo en la bomba. Roosevelt ocultó intencionalmente el proyecto a gran parte del gobierno estadounidense, incluyendo, al parecer, al hombre que lo sucedería en el cargo por elección más alto del país. Y aun menos personas conocían su objetivo real. Además, con la captura de casi 1,200 toneladas de uranio en Alemania ese mismo mes, existían razones para creer que Hitler no podría continuar con su programa.

Sin embargo, incluso cuando era casi un hecho que los estudios de investigación del Tercer Reich habían llegado a su fin, el equipo de científicos y especialistas estadounidenses, británicos y canadienses del Proyecto Manhattan estaba decidido a continuar su trabajo. Al sucesor de Roosevelt se le informó del proyecto secreto a unas horas de asumir el cargo. Harry Truman más tarde recordó: «(Henry Lewis) Stimson me dijo que él deseaba que yo supiera de un inmenso proyecto en marcha, un proyecto que buscaba la creación de un nuevo explosivo con un poder destructivo casi increíble. Eso fue todo lo que podía decir en ese momento, y sus palabras me dejaron confundido. Fue el primer pedacito de información que recibí acerca de la bomba atómica, pero no me dio detalles».

Cuando el proyecto de la bomba estaba por completarse, algunos comenzaron a percatarse de su inmenso potencial y gran poder destructivo, y sopesaron la posibilidad de utilizar la nueva arma contra Japón. Las cansadas naciones de las Fuerzas Aliadas deseaban una rápida solución a la guerra; no obstante, la presidencia estadounidense seguía planeando la Operación Downfall (Caída) —una invasión propuesta de escala y extensión sin precedentes con la cual esperaban forzar a Japón a rendirse incondicionalmente— y algunos de los estrategas militares aún desconocían el Proyecto Manhattan. La creencia de que los Aliados podrían terminar la guerra con el uso de tropas y fuerza aérea convencionales aún estaba enraizada en algunos círculos. El bloqueo de todo el tráfico marino ya estaba surtiendo efecto, además de que EE.UU. adoptaría medidas para interrumpir el transporte y las líneas de abastecimiento nacionales en Japón; sin embargo, algunos temían que si se llevara a cabo la invasión a Japón, el resultado serían muchísimas muertes en ambos frentes del conflicto.

Truman recordaría de las pláticas acerca del posible uso de un arma atómica:

«En la reunión del 18 de junio del 45 se analizó el plan de invadir Japón. Se aprobó el plan del General Marshall».

«Estábamos considerando un experimento con la explosión atómica. Me informaron que el suceso se llevaría a cabo dentro de unos 30 días».

La información del presidente era correcta. Casi después de cuatro años de intenso desarrollo en los desiertos de Nuevo México, la primera arma atómica —con el poder equivalente a 20,000 toneladas de TNT— se detonó cerca de Alamogordo el 16 de julio de 1945. Oppenheimer luego comentaría que al atestiguar la explosión pensó en una frase basada en un texto hindú del Bhagavad Gita: «Me he convertido en la muerte, en el destructor de mundos».

BOMBARDEAR O NO BOMBARDEAR

La decisión de emplear el arma en Japón ha sido materia de debate desde entonces, hace ya 60 años. También se debate el grado al que los ganadores y perdedores han revisado los registros históricos con fines políticos según sus respectivas posturas en la materia.

Los escritos de Truman no mencionan a alguien cercano que presentara objeciones significativas al uso de la bomba; no obstante, varios personajes clave escribieron más tarde que —de hecho— sí expresaron serias dudas. El General Dwight Eisenhower fue uno de ellos. Dieciocho años después de la guerra escribió: «En (julio de) 1945… al visitar mis cuarteles en Alemania, el Secretario de Guerra Stimson me informó que nuestro gobierno se estaba preparando para lanzar una bomba atómica en Japón. Yo fui uno de los que sintió que existían diversas razones convincentes para cuestionar la sensatez de tal acto… Al Secretario le perturbó profundamente mi actitud». Stimson, por su parte, negó que hubieran sostenido tal diálogo.

Leo Szilard, uno de los científicos que alentaba el desarrollo de la energía atómica en 1939 y quien posteriormente se convirtió en el físico en jefe del proyecto, desarrolló tales dudas conforme la investigación progresaba, que envió una petición formal al presidente de EE.UU. previniéndole de las posibles consecuencias de la bomba. Él y 69 de sus colegas en el Proyecto Manhattan firmaron la petición el 17 de julio de 1945 y solicitaron que se le entregara a Truman, aunque aún se debate si el presidente la recibió antes del 6 de agosto.

Una parte de la petición decía: «Hallazgos desconocidos para el pueblo de los Estados Unidos podrían afectar el bienestar de esta nación en el futuro próximo. El logro de la liberación de la energía atómica ha puesto bombas atómicas en las manos del Ejército. Ha puesto en sus manos, como Jefe supremo de las fuerzas armadas, la determinante decisión de autorizar o no el uso de tales bombas en la presente etapa de la guerra contra Japón».

«…Tal decisión, empero, no se debería tomar en ningún momento sin considerar seriamente las responsabilidades morales que están en juego».

Quizás nunca podamos desenmarañar la red de declaraciones contradictorias relacionadas con la decisión final de utilizar la bomba. Independientemente de si Truman estuvo consciente o no de la importante oposición en aquellos días, estaba convencido de que lanzar la bomba aceleraría el final de la guerra y salvaría incontables vidas en ambos frentes.

El reconocido historiador militar Richard B. Frank escribió en un ensayo reciente titulado «Sin bomba, sin fin» que el uso del arma realmente salvó vidas y acabó rápidamente con la guerra. «La Guerra del Pacífico se habría alargado de dos hasta cinco años… incluso más», considera Frank. También calcula que casi cinco millones de vidas se habrían perdido solamente en Japón si no se hubiera utilizado la bomba atómica, y que las vidas perdidas de individuos de otras nacionalidades envueltas en la guerra podrían haber sido el doble de esa cifra.

UNA LLUVIA DE DESTRUCCIÓN

Truman ordenó utilizar la bomba; no obstante, es posible que pocos imaginaran las consecuencias de desencadenar el poder del átomo en el panorama bélico. El historiador militar británico Sir John Keegan resume algunos de los detalles en su libro The Second World War [La Segunda Guerra Mundial]:

«Fue la versión de uranio 235 de la bomba atómica la que el B-29 Enola Gay dejó caer sobre Hiroshima la mañana del 6 de agosto de 1945; unas horas más tarde, mientras 78,000 personas yacían muertas o agonizaban entre las ruinas, una declaración de la Casa Blanca instó a los japoneses a rendirse o “esperar una lluvia de destrucción desde las alturas”».

Keegan explica que, cuando parecía que Japón no estaba dispuesto a rendirse, se ordenó lanzar una bomba en Nagasaki: una decisión que de inmediato terminó con la vida de 25,000 japoneses, y con muchos miles más en los siguientes meses y años.

«El mundo de los muertos es un lugar distinto al de los vivos y es casi imposible visitarlo. Ese día en Hiroshima ambos mundos casi convergieron».

Richard Rhodes, The Making of the Atomic Bomb, 1986

Para los sobrevivientes de la «lluvia de destrucción» sobre Hiroshima, fue lo más cercano a vivir una pesadilla. Algunos de los miles de muertos quedaron casi vaporizados durante el destello de intenso calor. El número total de muertes relacionadas durante y después de la explosión en Hiroshima se calcula en 200,000. Quienes la sobrevivieron cuentan historias de los terroríficos resultados de esta nueva arma.

El relato de un testigo describe la explosión como un «manto de sol». El destello de la detonación estuvo acompañado de un silencio total. Nadie recuerda haber escuchado algo cuando el arma desató su furia sobre la ciudad.

Otro sobreviviente describió lo que vio después de la detonación: cuerpos que no parecían humanos y los agonizantes retorciéndose con intenso dolor en donde habían caído.

Otros contaron de jóvenes y ancianos con graves quemaduras en su cuerpo, piel que parecía escurrirse de los huesos de quienes aún se aferraban a la vida, y pilas de cuerpos carbonizados e irreconocibles en las calles.

Además de esta pesadilla humana, la bomba dañó o destruyó casi 70,000 de los 76,000 edificios de Hiroshima. La ciudad reconstruida es moderna y está llena de vitalidad, aunque algunas de sus cicatrices físicas se han conservado intencionalmente; sin embargo, quienes sobrevivieron a la catástrofe nunca lograron que desaparecieran las cicatrices de su mente y su corazón.

RENDICIÓN Y DETERMINACIÓN

El emperador de Japón habló a su fragmentada nación el 15 de agosto de 1945 e informó que estaban perdiendo la guerra a pesar de que consideraba que estaban haciendo su mejor esfuerzo. La voz que el pueblo japonés escuchó a través de sus radios hablaba de la derrota y la rendición del país. Había dirigido a su nación a una costosa guerra que provocó la muerte de miles y la total destrucción de dos ciudades.

«El enemigo ha empezado a utilizar una bomba nueva y en verdad cruel, cuyo poder destructivo es realmente incalculable, cobrando la vida de muchos inocentes», comunicó a su pueblo. El emperador entonces comenzó a explicar la realidad de cómo sería la vida conforme la nación intentara recuperarse: «Las dificultades y los sufrimientos a los que estará sujeta nuestra nación… serán ciertamente grandes… Como lo que dictan el tiempo y el destino, hemos resuelto facilitar el camino para que todas las generaciones venideras gocen de una gran paz al soportar lo insoportable y sufrir lo insufrible».

Entonces, el agotado y derrotado emperador pronunció lo que anhelaba para su país: «Que toda la nación continúe como una sola familia de generación en generación».

Estas palabras del líder imperial de Japón parecieron dejar un legado a los habitantes de Hiroshima. Desde 1947, señalaron el 6 de agosto como una fecha para enfocarse en el objetivo de lograr la paz para todas las generaciones y recordar la imponente devastación que se presentó ese día en la ciudad y ante sus habitantes.

El sitio oficial en Internet de la Conmemoración Anual de la Paz describe a detalle su objetivo: «consolar las almas de quienes fallecieron en el bombardeo atómico y pedir por la paz eterna en el mundo… La Declaración de Paz, que preside el Alcalde de Hiroshima durante la ceremonia, se envía a cada país del mundo para transmitir el deseo de Hiroshima de lograr la abolición del armamento nuclear y la eterna paz mundial. Exactamente a las 8:15 a.m., hora en que cayó la bomba atómica, se hacen sonar la Campana de la Paz y las sirenas de toda la ciudad, y todas las personas, en lugares ceremoniales, dentro de sus casas y en sus lugares de trabajo, guardan un minuto de silencio por las víctimas del bombardeo atómico y piden por la paz eterna en el mundo».

El sitio también analiza los muchos esfuerzos realizados por la abolición de las pruebas y armas nucleares. La experiencia de esa mañana de verano de 1945 ha dejado a los patrocinadores del sitio determinados a hacer lo que puedan para asegurarse de que no vuelva a suceder lo impensable.

¿UN MUNDO MEJOR?

Aunque los esfuerzos de Hiroshima son loables, el mundo no ha cambiado para mejorar respecto al arsenal nuclear a 60 años del fin de la Segunda Guerra Mundial.

Durante un corto periodo, Estados Unidos disfrutó de un monopolio en las armas nucleares; sin embargo, el inmenso poder que se desencadenó sobre Japón trajo consigo una era durante la cual otras naciones buscaron conseguir su propio armamento atómico. La Unión Soviética, luego de muchos intentos por hacerse del conocimiento y los materiales, puso fin al monopolio en 1949 al detonar su versión del arma. El rápido éxito de Joseph Stalin al obtener una bomba atómica sorprendió a muchos expertos y líderes militares en Estados Unidos. En efecto, era el comienzo de un mundo dominado por la carrera armamentista. Las economías de las dos superpotencias les permitieron desarrollar y perfeccionar aún más sus arsenales, conduciendo al mundo a la llamada Guerra Fría. Y cuando esa guerra terminó, el siniestro espectro de la devastación nuclear no desapareció al desintegrarse el imperio soviético.

Hoy en día, la reserva de armas nucleares no se limita a Estados Unidos y Rusia. Desde 1949, varias más se han añadido a la lista de naciones con armamento nuclear: el Reino Unido, Francia, China, Israel, India y Pakistán. Asimismo, algunas autoridades temen que algunas repúblicas que pertenecieron a la Unión Soviética puedan tener armas nucleares como parte de sus arsenales: Ucrania, Kazajistán, Uzbekistán y Georgia podrían tener antiguas, aunque todavía potentes, armas de origen soviético. Y diversos países en Sudamérica, el Medio Oriente y Asia desean o ya poseen los materiales necesarios para sus propios programas nucleares a toda escala. Otras naciones han tenido capacidades nucleares, pero aseguran haber desmantelado sus programas.

«Hemos resuelto el misterio del átomo y rechazado el Sermón de la Montaña… El mundo ha logrado la brillantez sin la sabiduría, el poder sin la consciencia. El nuestro es un mundo de gigantes nucleares e niños éticos».

General Omar Bradley, 1948

Las preguntas que se deben formular a los líderes mundiales a 60 años de Hiroshima no tienen respuestas fáciles. El historiador Keegan lo abrevia: «El legado de la Primera Guerra Mundial era persuadir a los vencedores, aunque no a los vencidos, que los costos de la guerra exceden sus recompensas. Se podría argumentar que el legado de la Segunda Guerra Mundial era convencer de eso mismo a vencedores y vencidos por igual». El historiador ofrece un pensamiento que algunos ignoran en este nuevo milenio, aparentemente muy lejano de los sucesos de 1945: que el legado real de Hiroshima es que la humanidad comparte la responsabilidad de contener las herramientas de aniquilación, herramientas que la propia humanidad creó.

El psicólogo Szilard argumentó en su petición de 1945 que el uso del arma conllevaba importantes responsabilidades morales. Escribió que «el desarrollo de la energía atómica brindará a las naciones nuevos medios de destrucción. Las bombas atómicas a nuestra disposición representan únicamente el primer paso en esta dirección, y no existe límite al poder destructivo que estará disponible en el transcurso de su desarrollo futuro».

Conforme el mundo lucha con el legado de Hiroshima, existen temores de que naciones sin escrúpulos puedan liberar una vez más al genio nuclear de la lámpara. La preocupación principal es que, sin supervisión ni mesura, alguien podría transportar pequeñas armas nucleares o bombas sucias a una ciudad occidental importante en cualquier momento. Las posibles consecuencias son casi inconcebibles, pero parece ser más que una posibilidad dada la historia de la humanidad respecto al arma.

Desde una perspectiva bíblica, se predijo que el mundo llegaría al borde de la aniquilación total. En una profecía anunciada justo antes de su muerte, Jesús de Nazaret habló de tiempos tan problemáticos como el mundo jamás ha visto, y que «si aquellos días no fuesen acortados, nadie será salvo» (Mateo 24:22). Junto con otras profecías que parecen describir los efectos de futuras y horrendas armas (consulte Apocalipsis 9), lo que sucedió con las dos ciudades en Japón sólo será el principio de los pesares.

Sesenta años después de la explosión sobre Hiroshima de aquel sol fabricado por el hombre, una persona reflexiva nos ha recordado que «debemos aprender a pensar de otra manera». En una colaboración del 17 de mayo de 2005 en el New York Times, el ganador del Premio Nobel Joseph Rotblat, el único científico que renunció al Proyecto Manhattan por cuestiones morales, se refirió al Manifiesto Russell-Einstein de 1955. Rotblat y otros diez científicos firmaron el manifiesto contra la guerra nuclear, el cual fue el último proyecto público de Albert Einstein justo antes de su muerte. Einstein, como Rotblat, eligió en numerosas ocasiones advertir contra la insensatez humana del desarrollo nuclear con objetivos bélicos.

Jesús seguramente expresó lo mismo hace 2,000 años con su advertencia acerca de los actos que los seres humanos llegaríamos a cometer.