David, el rey futuro asediado

Habiendo fracasado como primer monarca del antiguo Israel, Saúl se encuentra con que Dios lo ha rechazado. Cuando para colmo se da cuenta de que el joven y tan estimado David va a ser su sucesor, emprende una campaña para asesinarlo.

Tras desechar Dios a Saúl como rey, llegó el momento en que Samuel tendría que confirmar su reemplazo. Para ello, Dios le dijo al profeta que fuera a Belén y ungiera a un hijo de Isaí. Temiendo la ira de Saúl, Samuel protestó, pero Dios le ordenó tomar una becerra, decir que ha venido a ofrecerla en sacrificio a Dios e invitar a la familia de Isaí a participar en esa ceremonia.

Al ver a Eliab, el mayor y tal vez el más alto de los hijos de Isaí (1 Samuel 16:6; 1 Crónicas 2:13), Samuel se sintió inclinado a elegirlo a él como futuro rey; pero esta vez Dios no escogió al hijo más alto como lo había hecho en el caso de Saúl. En vez de ello, dirigió al profeta a escoger el más joven (tal vez hasta más bajo) y aparentemente menos indicado: David, «porque Jehová no mira lo que mira el hombre; porque el hombre mira lo que está delante de sus ojos, pero Jehová mira el corazón» (1 Samuel 16:7). Este asunto de un corazón arrepentido pese a la debilidad humana se convertiría en un elemento importante en relación con el éxito de David. Así, habiendo rechazado a los siete hijos mayores de Isaí, Dios dirigió a Samuel a ungir al más joven y bien parecido David antes que a sus hermanos.

Lleno del Espíritu de Dios a partir de aquel día (versículo 13), David tendría que esperar en Dios para la culminación de su elección como futuro rey. El resto del libro, los capítulos 17 al 31, giran en torno a la evolución de David hasta la muerte de Saúl.

«[El relato acerca de la vida de David registrado en los dos libros de Samuel] constituye, tal vez, la mayor representación narrativa individual de la antigüedad acerca de la evolución de una vida humana en etapas lentas a través del tiempo».

Robert Alter, The David Story: A Translation With Commentary of 1 and 2 Samuel

En cuanto el Espíritu de Dios vino sobre David, se apartó de Saúl, dejando a este a merced de un espíritu perturbador. Para calmar su mente, sus siervos procuraron encontrar a alguien que pudiera tocar la lira o el arpa. Fue así como dieron con David, cuyo talento musical de ahí en más trajo paz a la mente del rey cada vez que él se sentía perturbado. Fue entonces cuando Saúl convirtió al muchacho en su paje de armas (16:14-23), lo cual le dio a este la oportunidad de observar de cerca la realeza.

Su creciente popularidad

El siguiente acontecimiento en la evolución hacia la futura misión real de David fue su famoso encuentro con Goliat, el gigante filisteo (capítulo 17). De gran importancia es la expresión de fe de David en el Dios de Israel al cual el gigante filisteo de casi tres metros de alto había desafiado. Rehusando la armadura que Saúl le ofreciera, David decapitó al gigante con la enorme espada de este, a quien antes había derribado de una sola pedrada lanzada con su honda. Esta derrota provocó la huida de los filisteos, a quienes los israelitas persiguieron hasta Gat y Ecrón, ciudades filisteas ubicadas en lados opuestos de la planicie costera.

Uno de los resultados de esta enorme proeza de David fue su estrecha amistad con Jonatán, el hijo de Saúl (18:1–4); otro fue el nombramiento que Saúl le otorgara al ponerlo al mando de sus hombres de guerra. Con todo, la creciente popularidad de David llegaría a ser un factor irritante para Saúl, quien pronto comenzó a mirarlo con recelo y desconfianza, por temor a que David pudiera arrebatarle el trono. Bajo la influencia del espíritu perturbador, dos veces Saúl le arrojó una lanza a David mientras este tocaba el arpa para él. El joven escapó, pero las cosas ya habían cambiado para mal y solo empeorarían. Saúl alejó a David de la corte y lo nombró capitán sobre mil hombres; pero David manejó esta situación con tal prudencia, que el rey, cauteloso, se volvió aún más desconfiado (versículos 5–15).

Entonces, Saúl tramó un plan para lograr la muerte de David. Le entregaría a su hija Merab en matrimonio, a cambio de la lealtad de él al rey, demostrada al pelear en primera línea en el frente de batalla contra los filisteos. Saúl confiaba en que sus enemigos acabarían con David. Luego, cuando ese plan falló porque Merab se convirtió en esposa de otro, Saúl le ofreció a David su segunda hija, Michal, esta vez en la esperanza de que su compromiso con ella condujera a la muerte de David en manos de los filisteos. Requiriendo de David no una dote sino la muerte de doscientos filisteos, Saúl tendió su trampa, pero el joven derrotó a los filisteos tal como se le pidiera y se casó con Michal, quien lo amaba. Este resultado y la creciente fama de David intensificaron los celos y la envidia de Saúl de tal modo que «fue Saúl enemigo de David todos los días» (versículos 17–29).

La escalada de la animosidad de su padre contra su gran amigo indujo a Jonatán a advertir varias veces a David acerca del peligro que corría. También su hermana, Michal, estuvo dispuesta a ayudar a David a escapar de los repetidos intentos de su padre de atrapar a David y matarlo. Vez tras vez, David pudo escapar. En una ocasión se refugió con el profeta Samuel y le contó todo lo que Saúl había hecho (capítulo 19).

Al final, David tuvo que huir del todo de la presencia de Saúl, pero no sin antes recibir una confirmación más de parte de Jonatán de que, de hecho, el rey no cejaría en su enemistad. Esto se llevaría a cabo a través de una señal secreta previamente convenida. Tras establecer un pacto de paz entre ellos, Jonatán propuso lanzar él tres flechas en el campo donde David estaría escondido. Dependiendo de dónde cayeran las flechas, David sabría si estaría a salvo al quedarse o si le convendría huir. Al caer las flechas más allá de donde David estaba, Jonatán ordenó a su inocente siervo recogerlas, diciéndole: «¡Corre, date prisa, no te pares!», con lo cual David supo que ya debía huir de la presencia del rey definitivamente (20:20–22; 35–39).

Prófugo

En su huida, David fue a dar primero a la ciudad sacerdotal de Nob, donde el sacerdote Ahimelec le dio como alimento los «panes de la proposición» (panes apartados para uso sagrado en el culto de adoración a Dios). Además, como David no tenía arma alguna, a pedido suyo le entregó una que —¡vaya ironía! —resultó ser nada menos que la espada original de Goliat, la cual se había conservado en Nob. De allí, David partió rumbo a la filistea ciudad de Gat donde no faltó quien lo reconociera, motivo por el cual se protegió fingiendo estar trastornado (capítulo 21).

Escapándose entonces de Gat, asentó campamento en la cueva de Adulam, donde en cuanto sus familiares se enteraron de su paradero se reunieron con él; y no solo ellos, sino «todos los afligidos, y todo el que estaba endeudado, y todos los que se hallaban en amargura de espíritu, y fue hecho jefe de ellos; y tuvo consigo como cuatrocientos hombres» (22:1–2).

En busca de protección para su familia, David fue luego a Moab, cuyo rey accedió a amparar a sus padres por un tiempo. En eso, un mensaje del profeta Gad convenció a David de volver a Judá, donde Saúl pronto supo de su regreso. Temiendo ahora que David atrajera aun a sus hombres a su lado, Saúl los acusó de traidores; pero en ese momento, Doeg el edomita, que había estado presente en Nob cuando David llegara allá, le dijo que los sacerdotes habían ayudado a David. El rey, pues, llamó a comparecer a Ahimelec y lo acusó de conspiración. Pese a que el sacerdote le explicó que él ni estaba enterado de la huida de David, el rey ordenó la ejecución de todos los sacerdotes de Nob. Los guardias de Saúl se rehusaron a matarlos, pero Doeg el edomita ejecutó la sentencia sin piedad matando a ochenta y cinco de ellos y, arremetiendo contra Nob, hirió a filo de espada tanto a hombres como a mujeres y niños y todo el ganado. Solo un hijo de Ahimelec, Abiatar, sobrevivió a la masacre huyendo tras David, quien lo acogió y prometió protegerlo. (versículos 3–23).

Saúl siguió persiguiendo a David de tanto en tanto, yendo a veces tras la pista dada por lugareños dispuestos a traicionarlo, pero nunca pudo capturarlo (capítulo 23). Mientras David estaba escondido en el desierto de En-gadi, cerca del Mar Muerto, Saúl fue con tres mil hombres para intentar atraparlo. En eso, se le ocurrió hacer sus necesidades justamente en la cueva donde David y sus hombres estaban escondidos, lo cual parecía la oportunidad perfecta para terminar con el problema de Saúl. Como David ya había sido ungido rey, sus hombres lo incitaron a tomar la justicia por su mano: «He aquí el día del que te dijo Jehová: “He aquí que entrego a tu enemigo en tu mano, y harás con él como te pareciere”» (24:1–4), pero David no quiso; no se atrevió a matarlo; solo se le acercó lo suficiente como para cortarle un trozo del borde de su manto sin que él se diera cuenta. Una vez que Saúl hubo salido de la cueva, David fue tras él llamándole y mostrándole el trozo de tela del manto real: la prueba de que le había perdonado la vida. Fue fácil para David demostrar que ni estaba en rebelión contra el rey ni procuraba matarlo.

La respuesta de Saúl fue humilde y complaciente: «Más justo eres tú que yo, que me has pagado con bien, habiéndote yo pagado con mal… Y ahora, como yo entiendo que tú has de reinar, y que el reino de Israel ha de ser en tu mano firme y estable, júrame, pues, ahora por Jehová, que no destruirás mi descendencia después de mí, ni borrarás mi nombre de la casa de mi padre» (versículos 17, 20–21). David acordó con ello de buen grado, pero astutamente permaneció en su fuerte en el desierto.

A esta altura del relato acontece la muerte de Samuel (25:1). El profeta de Dios y juez de Israel sale de la escena antes de la muerte de Saúl y de la coronación de David.

Acciones y reacciones

A continuación se presenta un vistazo al carácter de David: su naturaleza agresiva y, a la vez, su voluntad de escuchar y tener misericordia. Un hombre llamado Nabal (nombre que en hebreo significa «necio») tenía manadas de ganado que David y sus hombres habían protegido. Cuando un día David mandó a sus hombres a pedirle un favor (en retribución por la protección recibida) Nabal, molesto, los rechazó; se rehusó a recibirlos con hospitalidad.

«Nabal, importante figura política del territorio calebita, representa en varios aspectos el carácter y la vida de Saúl».

Ralph W. Klein, Word Biblical Commentary, Volume 10: 1 Samuel

Ante esto, la airada reacción de David podría haber desencadenado una tragedia de no haber sido por Abigail, la esposa de Nabal, que enseguida acudió a David rogándole que no atacara a su esposo. Reconociendo que David estaba destinado a convertirse en rey y que Saúl se había vuelto en contra de él, Abigail le aseguró su apoyo y evitó que David matara a su esposo. Complacido por su actitud, David le dijo entonces: «Sube en paz a tu casa, y mira que he oído tu voz, y te he tenido respeto» (versículo 35).

Al día siguiente, cuando Abigail le contó a Nabal lo que había hecho, él se alteró tanto que quedó tieso como una piedra y a los diez días falleció, tras lo cual David tomó por esposa a su viuda (versículos 39–42). Es posible que David actuara en este caso a modo de pariente cercano redentor (véase Rut 4:1–11), dado que posteriores recuentos registran que él solo tuvo un hijo con ella Quileab (también llamado Daniel: 2 Samuel 3:3; 1 Crónicas 3:1). Según el primer libro de Samuel, en esa época David también tomó por esposa a otra mujer, Ahinoam de Jezreel. Por entonces tuvo, pues, dos esposas, no tres, porque Saúl había entregado a Mical (su primera esposa) a otro hombre (25:43–44).

Los problemas de David a causa de quienes querían entregarlo a Saúl parecían no tener fin. Ahora eran los zifeos los que venían al rey a traerle información sobre su paradero. Saúl vino contra él con tres mil hombres al mando de Abner, pero David permanecía escondido; solo de noche se aventuraba a ir al campamento de Saúl (26:1–5).

Una noche, mientras el rey y su ejército dormían —Saúl, con su lanza clavada en tierra a su cabecera y una jarra de agua cerca— David se allegó a él con su compañero Abisai. Era esta una más que tentadora segunda oportunidad de deshacerse del persistente enemigo. Hasta su colega, Abisai, señaló lo que tan obvio parecía: «Hoy ha entregado Dios a tu enemigo en tu mano; ahora, pues, déjame que le hiera con la lanza, y lo enclavaré en la tierra de un golpe, y no le daré segundo golpe» (versículo 8).

Pero la lealtad de David, tanto a Saúl como a los principios morales de Dios, no le permitiría actuar contra el rey; por eso, ordenó así a su compañero: «No le mates; porque ¿quién extenderá su mano contra el ungido de Jehová, y será inocente?» (versículo 9). Le dijo, además, que tarde o temprano Saúl llegaría a su fin, pero no por mano de David.

Tomando, pues, solo la lanza y la jarra de agua, ambos se fueron lo suficientemente lejos como para confrontar a Saúl sin mayores consecuencias. Desde la cumbre del monte, David retó entonces a Abner por no haber protegido al rey, y como prueba de ello le mostró la lanza y la jarra de agua. A todo esto, Saúl reconoció la voz de David; y este replicó que él no era nada, apenas una pulga en comparación con el rey. ¿Por qué había sido expulsado y era ahora perseguido?

Una vez más Saúl reconoció su pecado y le pidió a David que volviera a la corte, pero el joven solo pidió que, a cambio de no haberle quitado la vida, el rey dejara ya de perseguirlo. La respuesta de Saúl fue positiva. «Bendito eres tú, hijo mío David; sin duda emprenderás tú cosas grandes, y prevalecerás» (versículo 25); pero, como es de comprender, David fue cauto y prudentemente prefirió evitar la venganza de Saúl, pensando para sí lo siguiente: «Al fin seré muerto algún día por la mano de Saúl; nada, por tanto, me será mejor que fugarme a la tierra de los filisteos, para que Saúl no se ocupe de mí, y no me ande buscando más por todo el territorio de Israel; y así escaparé de su mano» (27:1).

«David se había dado cuenta definitivamente de que tarde o temprano Saúl iba a matarlo... a menos que él se mudara a la seguridad del territorio enemigo».

Robert Alter, The David Story: A Translation With Commentary of 1 and 2 Samuel

Para evitar, pues, más confrontaciones con Saúl, David se fue —junto con seiscientos hombres y sus familias— al territorio de los filisteos en Gat, donde Aquís, hijo de Maoc, rey de Gat, aceptó darles residencia permanente en Siclag. Allí vivieron dieciséis meses, aunque a partir de entonces la ciudad misma se había convertido en territorio de Judá. En ese tiempo, para convencer a los filisteos de su lealtad a ellos, David saqueó y mató sin piedad a muchos de las tribus vecinas (entre ellos, a los gesuritas, gezritas y amalecitas: antiguos habitantes de esa región) y trajo a Aquís el botín de sus ataques. Llegado que hubo a este punto, los filisteos decidieron atacar a Israel, con la seguridad de contar con el apoyo de David (27:7­–28:2).

El deceso de saúl

El inminente ataque a Israel puso en serios aprietos a Saúl. Durante la época de Samuel, el rey había quitado de la tierra a los espiritistas y médiums y solo consultaba con el siervo de Dios para recibir consejo espiritual. Ahora que Samuel había muerto, Saúl procuró comunicarse con Dios, pero no recibió respuesta alguna ni por sueños ni a través de sacerdotes o profetas. Desesperado, recurrió entonces a una médium, la llamada adivina de Endor. Disfrazado para evitar ser reconocido, fue a ella y le pidió que conjurara al espíritu de Samuel. Durante su sesión con ella, se apareció una manifestación del espíritu de Samuel que le recordó que Dios se había apartado de él y le predijo que sufriría la derrota en manos de los filisteos (versículos 3–19).

Saúl con sus siervos en lo de la adivina de Endor por Rembrandt Harmenszoon van Rijn, cálamo y bistre en papel (ca. 1657)

A todo esto, justo cuando la batalla contra Israel estaba por empezar, algunos de los filisteos, temiendo una subversión, objetaron la presencia de David entre ellos, por lo cual le dijeron a su protector, Aquis, que sus amigos hebreos deberían retirarse. David estaba dispuesto a luchar contra Israel a favor de los filisteos, pero Aquis tenía que respetar la voluntad de sus colegas filisteos (capítulo 29).

David, pues, volvió a Siclag y se encontró con que la ciudad había sido atacada por los amalecitas, quienes incluso habían tomado cautivos a muchos de sus familiares, entre los que se contaban sus dos esposas. Tan desesperante era la situación que los propios hombres de David comenzaron a volverse en su contra. En busca de ayuda divina, David le pidió entonces al sacerdote Abiatar que trajera el efod, una especie de coraza con incrustaciones de piedras preciosas mediante la cual se consultaba a Dios. La respuesta de Dios fue que David tendría éxito en recuperar a las familias cautivas y todo lo perdido. Guiado hacia los atacantes por un siervo egipcio que lo amalecitas merodeadores habían dejado atrás, David pudo, con solo cuatrocientos hombres, alcanzar a los amalecitas, derrotarlos y recuperar todo lo que se habían llevado (30:1–20).

Mientras tanto, el ataque filisteo a Israel había salido tal como se había profetizado: Israel fue batido en retirada y Saúl gravemente herido, tanto así, que pidió a su escudero que lo matara. Al rehusarse el hombre, por temor, Saúl tomó su propia espada y se echó sobre ella, tras lo cual su siervo hizo lo mismo. En el campo de batalla también perdieron la vida los tres hijos de Saúl. Más tarde, los filisteos tomaron el cuerpo de Saúl, lo decapitaron y colgaron su cuerpo y los de sus hijos en el muro de Bet-sán. Así llegó Saúl a su ignominioso fin (capítulo 31).

Al enterarse de lo sucedido, David lamentaría la pérdida de Saúl y Jonatán. Aunque ahora su ascenso a la monarquía no presentaba obstáculos, él no se deleitó en la muerte de su ex mentor. Con dolor exclamó: «¡Cómo han caído los valientes!» (2 Samuel 1:27).

Retomaremos el relato con la asunción de David al reino de Judá en La ley, los profetas y los escritos, Parte 18.